I N S T I T U T O O S C A R M A S O T T A 2
D e l e g a c i ó n R í o G a l l e g o s
(Texto a publicado en el diario La Opinión Austral, el día 24 de enero de 2018)
Autor: Lic. Cintya González
(Co-responsable de la Delegación Río Gallegos del I.O.M.2 y Miembro de la A.B.A.P.)
En el presente artículo citamos las reflexiones de la psicoanalista Silvia Iturriaga (“No es el dinero sino el deseo”; Página 12, Abril de 2015) que puntualiza, cómo -en lo que tiene que ver con las cuestiones de la adopción- no se trata de dinero, sino más bien del deseo de una familia por alojar al niño.
En el tema de la adopción de un niño, NO-TODO se explica pensando en que hay una familia pobre que cede el niño y una pudiente que lo recibe.
“En el imaginario social sobre la adopción hay un esquema según el cual mujeres o parejas económicamente fuertes, incapacitadas para reproducirse, se acercan a mujeres pobres para quedarse con los hijos que éstas paren. Esta imagen determina dos subjetividades bien diferentes: la de la “pudiente” económicamente, y la que no puede quedarse con su hijo y debe cederlo. Una es víctima y la otra victimaria. Una decide y actúa voluntariamente, tiene dinero y entonces puede y la otra, por carenciada, es arrasada por las circunstancias que deciden por ella. Es la típica escena de la pareja de las ciudades que viaja a las provincias, o de los extranjeros que llegan al país para llevarse chicos, o de la dueña de casa que convence a su empleada doméstica embarazada para que le regale el bebé a ella o a alguna familia amiga. En cualquiera de estos casos la dicotomía se mantiene: de un lado el que tiene y del otro el que no. Y aquello que marca la diferencia, en este imaginario social, siempre es el dinero”.
En sintonía con este imaginario social, se suele escuchar, por ejemplo, que en estas situaciones el niño adoptado va a tener mejores condiciones de vida, más oportunidades para desarrollarse, un medio más propicio en el que crecer…; y todo esto, gracias a que la nueva familia “tiene dinero y puede”, mientras que la de su origen biológico “es pobre, no puede, ni tiene”.
Pero hay otros casos sociales, relacionados con la adopción, que no pueden ser explicados
por la dicotomía “rico/pobre”. Por ejemplo, el de las mujeres de buena posición económica, con un fenotipo asociado prejuiciosamente a las clases altas (pelo claro, ojos claros, piel clara), que quedan embarazadas -a veces con cierta regularidad- y venden los bebés, o que venden óvulos.
Esa dicotomía (pobre/rico) tampoco puede explicar cómo hay tantas mujeres, económicamente muy pobres, a quienes la cesión de un hijo ni siquiera se les aparece como posibilidad. Como tampoco el por qué una mujer cede un determinado bebé pero, en otro momento y sin que haya variado su situación económica, decide conservar y convertirse en madre de otro. Tampoco encuentran lugar, en este tipo de argumentación sesgada, los casos de familias humildes que adoptan bebés.
Ante la variabilidad y diversidad de las situaciones de adopción, que no se pueden reducir al sintagma rico/pobre, se puede proponer la idea que, entre una mujer que cede un bebé y una persona que quiere recibirlo y hacer de él un hijo, hay realmente una distancia. Pero lo que una tiene y la otra no, eso que marca la diferencia, no es el dinero sino el deseo: es el deseo de tener un hijo, el deseo de ser madre (que pueden, a veces, no corresponderse).
Es verdad que, en muchos casos, cuando un bebé es adoptado se le abren mejores posibilidades futuras en la familia adoptante; pero no porque los recursos económicos sean superiores que en la de origen, sino porque se le brinda la posibilidad de ocupar un lugar en el deseo de alguien. El hecho de gestar a alguien en el vientre no genera de manera automática, mucho menos de manera innata, que haya un deseo de ser madre. En en este sentido, y sin ser radicales, todos somos hijos adoptivos en el sentido de que además de ser gestados luego hay que ser reconocidos por alguien como un hijo. Ese alguien, que ṕuede encarnar cualquier persona en tanto su deseo no sea anónimo, es lo que para el psicoanálisis de la orientación lacaniana escribimos y nombramos como el Otro (escrito con mayúscula), lugar simbólico donde el sujeto es reconocido y se hace reconocer.
Armar la idea de que un niño es dado en adopción sólo por las condiciones económicas es negar la idea de que alguien puede no tener el deseo de ser una madre para ese niño, y eso no se explica biológicamente. La idea de que una mujer pueda no querer ser madre del bebé que engendró aparece como tan revulsiva que parece ser necesario negarla y sostener en cambio que quien recurre a esa práctica lo hace en realidad porque está obligada, porque las circunstancias se lo imponen. No es que no quieran ser madres, quieren pero no las dejan: ése parece ser el concepto tranquilizador para los discursos sociales.
¿Qué impacto tienen estas construcciones sociales a la hora de decidir la adopción de un niño? Porque si pensamos en la adopción como la apuesta por el deseo de ser madre, es un desafío generar condiciones sociales e institucionales para dar viabilizar que un niño pueda ser alojado por alguien que tiene el deseo cabal de ser una madre para ese sujeto en particular.
En el tema de la adopción de un niño, NO-TODO se explica pensando en que hay una familia pobre que cede el niño y una pudiente que lo recibe.
“En el imaginario social sobre la adopción hay un esquema según el cual mujeres o parejas económicamente fuertes, incapacitadas para reproducirse, se acercan a mujeres pobres para quedarse con los hijos que éstas paren. Esta imagen determina dos subjetividades bien diferentes: la de la “pudiente” económicamente, y la que no puede quedarse con su hijo y debe cederlo. Una es víctima y la otra victimaria. Una decide y actúa voluntariamente, tiene dinero y entonces puede y la otra, por carenciada, es arrasada por las circunstancias que deciden por ella. Es la típica escena de la pareja de las ciudades que viaja a las provincias, o de los extranjeros que llegan al país para llevarse chicos, o de la dueña de casa que convence a su empleada doméstica embarazada para que le regale el bebé a ella o a alguna familia amiga. En cualquiera de estos casos la dicotomía se mantiene: de un lado el que tiene y del otro el que no. Y aquello que marca la diferencia, en este imaginario social, siempre es el dinero”.
En sintonía con este imaginario social, se suele escuchar, por ejemplo, que en estas situaciones el niño adoptado va a tener mejores condiciones de vida, más oportunidades para desarrollarse, un medio más propicio en el que crecer…; y todo esto, gracias a que la nueva familia “tiene dinero y puede”, mientras que la de su origen biológico “es pobre, no puede, ni tiene”.
Pero hay otros casos sociales, relacionados con la adopción, que no pueden ser explicados
por la dicotomía “rico/pobre”. Por ejemplo, el de las mujeres de buena posición económica, con un fenotipo asociado prejuiciosamente a las clases altas (pelo claro, ojos claros, piel clara), que quedan embarazadas -a veces con cierta regularidad- y venden los bebés, o que venden óvulos.
Esa dicotomía (pobre/rico) tampoco puede explicar cómo hay tantas mujeres, económicamente muy pobres, a quienes la cesión de un hijo ni siquiera se les aparece como posibilidad. Como tampoco el por qué una mujer cede un determinado bebé pero, en otro momento y sin que haya variado su situación económica, decide conservar y convertirse en madre de otro. Tampoco encuentran lugar, en este tipo de argumentación sesgada, los casos de familias humildes que adoptan bebés.
Ante la variabilidad y diversidad de las situaciones de adopción, que no se pueden reducir al sintagma rico/pobre, se puede proponer la idea que, entre una mujer que cede un bebé y una persona que quiere recibirlo y hacer de él un hijo, hay realmente una distancia. Pero lo que una tiene y la otra no, eso que marca la diferencia, no es el dinero sino el deseo: es el deseo de tener un hijo, el deseo de ser madre (que pueden, a veces, no corresponderse).
Es verdad que, en muchos casos, cuando un bebé es adoptado se le abren mejores posibilidades futuras en la familia adoptante; pero no porque los recursos económicos sean superiores que en la de origen, sino porque se le brinda la posibilidad de ocupar un lugar en el deseo de alguien. El hecho de gestar a alguien en el vientre no genera de manera automática, mucho menos de manera innata, que haya un deseo de ser madre. En en este sentido, y sin ser radicales, todos somos hijos adoptivos en el sentido de que además de ser gestados luego hay que ser reconocidos por alguien como un hijo. Ese alguien, que ṕuede encarnar cualquier persona en tanto su deseo no sea anónimo, es lo que para el psicoanálisis de la orientación lacaniana escribimos y nombramos como el Otro (escrito con mayúscula), lugar simbólico donde el sujeto es reconocido y se hace reconocer.
Armar la idea de que un niño es dado en adopción sólo por las condiciones económicas es negar la idea de que alguien puede no tener el deseo de ser una madre para ese niño, y eso no se explica biológicamente. La idea de que una mujer pueda no querer ser madre del bebé que engendró aparece como tan revulsiva que parece ser necesario negarla y sostener en cambio que quien recurre a esa práctica lo hace en realidad porque está obligada, porque las circunstancias se lo imponen. No es que no quieran ser madres, quieren pero no las dejan: ése parece ser el concepto tranquilizador para los discursos sociales.
¿Qué impacto tienen estas construcciones sociales a la hora de decidir la adopción de un niño? Porque si pensamos en la adopción como la apuesta por el deseo de ser madre, es un desafío generar condiciones sociales e institucionales para dar viabilizar que un niño pueda ser alojado por alguien que tiene el deseo cabal de ser una madre para ese sujeto en particular.
Auspicia: U.N.P.A – U.A.R.G – Colegio de Psicólogos de Santa Cruz – Biblioteca Austral de Psicoanálisis
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