I N S T I T U T O O S C A R M A S O T T A 2
D e l e g a c i ó n R í o G a l l e g o s
(Texto a publicado en el diario La Opinión Austral, el día 13 de Diciembre de 2017)
Autor: Lic. Ariel San Román
(Miembro de la Delegación Río Gallegos del I.O.M.2 y de la A.B.A.P.)
Estrechándose,
cada vez más, el puente que nos lleva a finalizar el año, comienzan
a aparecer -no en todos, lo sé, no en todos-, los típicos recuentos
sobre lo hecho, lo conseguido, lo fracasado y lo no alcanzado. Las
promesas, los desafíos, los augurios y las súplicas no tardan en
presentarse. Este simple recuento, por muy bobo que parezca, sea
porque no se cumplió las expectativa, sea porque precisamente se las
logró, puede llevar a algunos sujetos a angustiarse al captar que el
sentido de su existencia se conmueve o queda totalmente devastado. Y,
extremando un poco las cosas, como medio de salida a dicha angustia,
pueden verse empujados a diversos pasajes al acto, donde lo mortífero
puede quedar velado (por ejemplo, emborracharse hasta más no poder)
o aparecer en su modo más descarnado: el suicidio. Obviamente, no
estoy diciendo que los sujetos se suicidan sólo por estos motivos,
ni mucho menos que sólo lo hacen es ésta época del año. Pero esta
introducción, sirve para acercarnos a la temática del suicidio y
dejar claro que hay anudada a ella el dilema existencial o, mejor
dicho, la encrucijada dramática de tener que confrontar con el sin
sentido de la vida. Con la dificultad de encontrar un sentido ante el
absurdo de la existencia.
En
esta pequeña esquela, no voy a ingresar de lleno al discurso de
divulgación psicoanalítica que habitualmente nos convoca. De esta
manera, quiero aprovechar el espacio para introducir dos ámbitos,
dos escenarios de los cuales Jacques Lacan se sirvió en ciertos
momentos de su enseñanza: el existencialismo (para oponérsele) y al
budismo zen (para extraer de él varias sutilezas, que realizan
aportes al psicoanálisis).
Comencemos
con la corriente existencialista. Su antecedentes podemos
encontrarlos en los filósofos griegos, Aristóteles y Platón, por
ejemplo, al plantear que las cosas tienen una esencia que es, a groso
modo, el conjunto de cualidades necesarias para que algo sea
precisamente eso. En la evolución de las sociedades, se creyó que nuestra esencia, nuestro propósito en la vida era otorgada por un dios o conjunto dioses y que nuestro propósito era seguir un conjunto de reglas que, finalmente, nos aseguraría la entrada a una dimensión superior después de la muerte.
precisamente eso. En la evolución de las sociedades, se creyó que nuestra esencia, nuestro propósito en la vida era otorgada por un dios o conjunto dioses y que nuestro propósito era seguir un conjunto de reglas que, finalmente, nos aseguraría la entrada a una dimensión superior después de la muerte.
Esto
funcionó, con cierta estabilidad, hasta que los avances tecnológicos
y científicos hicieron que muchas personas comenzaran a dudar de
esto (piensen en los efectos de la Revolución Industrial, la
Ilustración, etc.), cuestionando y rechazando los paradigmas
religiosos instituidos. Es en este momento de cambio ideológico, que
entran en escena los filósofos existencialistas, quienes comenzaron
a preguntarse si teníamos un propósito predefinido, es decir un
propósito en la vida desde que nacemos.
Ante
esta situación de pérdida de referencias morales y éticas,
sostenidas por cualquier doctrina religiosa, situación que conlleva
a la confrontación con el absurdo y el sin sentido de la vida y la
existencia, surge la pregunta: ¿qué hacer entonces?
Albert
Camus, a quien equivocadamente se lo adscribe como existencialista,
en su texto “El mito de Sísifo” (Ed. Losada) -precisamente, una
crítica a todo el movimiento existencialista-, plantea la inherente
necesidad humana de buscar un sentido al mundo, a sabiendas que éste
que el mundo carece de significado predeterminado. Ante este dilema,
ante la confrontación del absurdo, Camus afirma que los sujetos
suelen tomar dos grandes posturas como solución al mismo,
agregándole él una tercera solución. La primera solución: el
suicidio físico, el cual no recomendaba ya que más que una solución
parece ser una huida al problema del absurdo (su crítica al
movimiento existencialista, es lo que él denuncia como un empuje al
suicido). Segunda solución: suicidio filosófico, que es buscar el
sentido de la existencia en una doctrina ajena, por ejemplo la
religión o las prácticas esotéricas modernas (constelar,
biodecodificación, etc.); solución que le parececía una pérdida
de tiempo, ya que el sentido de la vida es dado por un Otro social,
judicial, educacional, familiar, religioso, esotérico, etc. Y la
tercera solución: la aceptación (algo muy distinto a la
resignación) de que no hay una respuesta absoluta al sentido de la
vida, que no hay en el mundo un sentido predefinido
que
nos oriente en nuestra existencia. Esta aceptación, ante la
experiencia del absurdo del sin sentido, es lo que nos permitiría
-paradojalmente- construir un sentido nuevo y singular en relación
al mundo y nuestra existencia. Sentido único e inédito, el cual ya
no estaría impuesto por el Otro, sino que sería construido por uno
mismo y -esto es lo interesante del asunto- sin ningún tipo de
garantía (puede durar un tiempo limitado, pero podemos construir
otro nuevo). Acceder a esta posición no es fácil y no es sin
costos, porque implica abandonar todas nuestras creencias y
referencias que nos sostenían en la vida, y ello nos confronta a
atravesar la angustia más radical del ser.
Y
este acto de aceptación nos lleva al Budismo (en su variación) Zen.
Leamos la transcripción que hace Dalmiro Sáenz del maestro Suzuki
(“Carta abierta a mi futura ex mujer”; Ed. Emecé): “El satori
es el destello repentino en la conciencia de una nueva verdad. Es una
especie de catástrofe mental que ocurre después de acumular
contenidos intelectuales y demostrativos. Cuando esta acumulación
llega al límite de la estabilidad y el edificio ha llegado a
derrumbarse, un nuevo cielo se abre a nuestra vista y el mundo
aparece vestido con un ropaje nuevo que parece cubrir todas las
deformidades de las falsas ilusiones. Satori es vaciarse de imágenes,
es liberación en cuanto que el que la vive se libera del miedo, de
la inseguridad, del rencor y de todos los fantasmas de nuestro
universo mental. Pero no es la liberación en el sentido clásico que
hace del hombre un asceta que se ha despegado de todo lo mundano, que
está como muerto en vida, que se ha desplomado en un éxtasis
protector. Todo lo contrario, aquél que a llegado al satori se
sentirá lleno de vida, de serena actividad, de espontaneidad,
sencillez y entusiasmo. No tendrá esa liberación que aísla, sino
que estará comunicado, pues es mucho mayor su campo de conciencia.
Alcanzar el satori es alcanzar la conciencia de existir”.
Espero
esta esquela, sea una invitación a la existencia.
Auspicia: U.N.P.A – U.A.R.G – Colegio de Psicólogos de Santa Cruz – Biblioteca Austral de Psicoanálisis
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